Cusco
Voces del territorio, el río tigre que enseña a construir gobernanza.
Por René Torres.
En la cabecera de la cuenca del río Tigre, a más de cinco mil metros de altura, el agua desciende entre bofedales y peñas como un hilo de plata que se deshace. A su paso, las
comunidades de Chillihuani, Tintinco y Paucarpata tejen su vida entre alpacas que pastan en
pastizales cada vez más escasos y parcelas de papa nativa que resisten el frío y la erosión.
Hasta hace poco, este rincón del Cusco era casi invisible en los mapas. Hoy recibe miles de
turistas al día que suben a fotografiar la Montaña de Siete Colores, ese paisaje que parece
pintado por los dioses pero que nació, en realidad, del retroceso de los glaciares.
El éxito turístico llegó sin planificación. Trajo polvo, desechos, disputas por los ingresos y la
sensación —como recuerdan los comuneros— de que el territorio se les escapaba de las
manos. Pero en medio de esa tensión, un nuevo proceso se está gestando. Uno que no vino
desde Lima, sino desde las propias comunidades.
Un territorio que buscaba escucharse
Cuando Norma García Ventura, coordinadora del proyecto del Centro Bartolomé de Las Casas
(CBC), llegó a Cusipata, no llevó un diagnóstico escrito, sino tiempo y escucha. “No
convocamos una gran reunión para que nadie asistiera”, recuerda. “Fuimos comunidad por
comunidad, escuchamos a las mujeres, a los jóvenes, a las autoridades. Todos coincidían en
algo: no se reconocían entre sí”.
En ese contexto de débil gobernanza y fragmentación, el CBC propuso una intervención
financiada por la Embajada de Canadá, enfocada en fortalecer el liderazgo comunal, la gestión sostenible y la participación de mujeres, hombres, niñas y niños en el manejo del territorio.
“El centro del proyecto no es resolver el conflicto por los ingresos del turismo —explica
Norma—, sino trabajar la gobernanza de los recursos. Que las comunidades entiendan que lo
que hacen arriba afecta abajo, que el territorio se gestiona colectivamente”.
La metodología de los pequeños pasos
El proyecto no comenzó con talleres ni formularios, sino con caminatas. Antes que trazar un
plan, el equipo del CBC decidió volver a recorrer el territorio. Subieron a Chillihuani, bajaron a
Tintinco, se sentaron en las asambleas comunales, escucharon los reclamos, los silencios, las
sospechas. Descubrieron que, más que un plan de desarrollo, las comunidades necesitaban
volver a reconocerse entre ellas.
“Convocábamos reuniones y no venían”, cuenta Norma. “Entonces fuimos casa por casa,
asamblea por asamblea. Escuchamos lo que dolía: que las mujeres no tenían voz, que los
jóvenes no veían futuro, que el turismo había dividido a la gente”.
De esas conversaciones nació la idea de una escuela de liderazgo territorial: no un aula, sino unproceso colectivo donde cada comunidad aprende a mirar más allá de sus límites. En paralelo,se invitó a los niños y niñas de las escuelas a observar el agua que baja de la montaña. Algunos midieron su temperatura, otros detectaron bacterias, y todos comprendieron que el río que cruza su comunidad también habla de ellos.
Así, paso a paso, sin prisa, se fue tejiendo una red de aprendizajes y responsabilidades
compartidas. Las reuniones comunales se transformaron en espacios de diálogo; los problemas ambientales, en temas de conversación y acción. Como resume Juan Víctor Béjar, coordinador de territorio del CBC: “La estrategia no fue imponer, sino acompañar. Sentarse a escuchar hasta que las comunidades empezaran a hablar entre sí”.
La mesa donde el territorio se reúne
En la sede municipal de Cusipata, se reúnen autoridades comunales, representantes del gobierno local, rondas campesinas, salud, educación y organizaciones sociales. “Generar un espacio de gobernanza requiere tiempo y procesos de concertación con todos los actores —advierte Béjar—. Pero si este plan no se implementa, si no lo asume el gobierno local, será solo un documento más”.
El desafío, dice, es lograr que esta mesa se consolide como una estructura de decisión
colectiva que trascienda los proyectos. Un espacio donde la gestión del agua, del turismo y de
los recursos naturales deje de ser un asunto individual para convertirse en una tarea común.
Los niños que miden el futuro
En las aulas rurales, los estudiantes se convierten en pequeños guardianes del agua. Armados con botellas, termómetros y tiras reactivas, analizan el agua que corre hacia la montaña. “El monitoreo ambiental ha generado entusiasmo —cuenta Béjar— porque los niños entienden que están midiendo el futuro de su comunidad”. Los docentes, por su parte, ven en esta práctica una manera de reconectar la educación con la vida y fortalecer la conciencia
ambiental desde la infancia.
Las voces que faltaban
El análisis de género del CBC reveló que las mujeres artesanas y trabajadoras del turismo
tienen poca representación en los espacios de decisión. La respuesta fue integrarlas en cada
componente del proyecto: lideresas en la mesa de gobernanza, mujeres en la reforestación y
niñas en el monitoreo del agua. “Se ha visto su involucramiento en los talleres y asambleas
—dice Norma—. Empiezan a tener voz en decisiones comunales”.
El desafío de permanecer
A medio camino de su implementación, el proyecto ya deja huellas visibles: comunidades que
dialogan, autoridades locales más conscientes y niños que observan el agua como un bien
común. Pero el camino recién empieza. “Lo más importante —dice Norma— es la
concientización y el involucramiento. Que se den cuenta de que tienen mucho potencial y que
no pueden deteriorar todo por explotar un solo recurso”.
Béjar coincide: “El reto será consolidar el comité de microcuenca y articularlo con otras zonas,
porque más allá de Vinicunca hay lagunas, pinturas rupestres, puentes coloniales, cultura viva.
Hay un territorio entero que merece ser cuidado”.
Mientras el río Tigre sigue su curso y la montaña de colores se multiplica en miles de
fotografías diarias, algo cambia en silencio. Las comunidades que antes no se hablaban ahora
comparten una mesa. Los niños que antes solo veían turistas ahora son guardianes y vigilantes de la calidad del agua. Y las agencias que antes solo extraían comienzan a preguntar cómo pueden devolver.
Porque en Cusipata, el verdadero color de la montaña no está en sus vetas minerales, sino en
las manos que aprendieron a gobernar el territorio que les pertenece.